leMi
Llegué a los miradores del tiempo alrededor de las seis de la tarde. Me detuve a descansar sobre un tronco caído y volví a mirar el árbol que, un año atrás, me había observado deambular entre el verdor del bosque, arrullado por la voz de los hongos. Lo contemplé de nuevo, sentí que nos reconocíamos, que éramos transparentes. Los árboles hablaban en mil lenguas: lenguas vegetales, lenguas que han dormido en la memoria de la savia durante milenios; voces de aves que alguna vez anidaron en sus ramas, la voz del viento susurrando en su follaje. Todo el bosque murmuraba. ¿Qué podrían no saber los árboles? El sol asomó su perspectiva y la luz encendió el follaje en verdes y amarillos vibrantes. La vida se alumbró en las venas de las hojas. Las aves y los insectos latían con el pulso del crepúsculo. Sentí la tranquilidad de estar en paz con la existencia, sentí que los árboles me abrazaban, que era uno con ellos, que no hay preguntas ni respuestas en ese espacio, que no hay separación entre dentro y fuera, que mirar el paisaje es mirarse uno mismo. Pensé en el tiempo necesario para que ese espacio fuera posible. Pensé en lo frágil que es todo ante la intención del hombre. Pensé en su inevitable destrucción. en por qué no podemos evitar lastimar lo que amamos. Pensé en ti. Bajé de la montaña con las rodillas doloridas, empujado por la noche. Resbalando torpemente sobre la tierra abrillantada por la lluvia, preparándome para enfrentar la mundanidad de la civilización. Los ladridos del pueblo se fueron acercando como si fueran la voz de la identidad ciñéndose otra vez sobre mi ser. Te comparto estos recuerdos con plena conciencia de la vida que respiro y de la improbable, pero mágica realidad de haberte encontrado en ella. |